Había una
vez un joven mimo que estaba triste porque nadie en su mundo era mimo. Caminaba
a diario por las calles y escuchaba a todos hablar con sonidos. Tenía que subir
la mirada para alcanzar a mirarlos, la gente que lo rodeaba estaba muy apurada
caminando, pero el joven mimo quería acercarse a alguno de ellos y jugar. Nadie
miraba al mimo. Él hacía gestos con sus manos y boca, pero cada vez se cansaba
más y más de intentar llegar a la gente por donde el mimo siempre transitaba… Al
final llegaba la noche y cansado se dormía para despertar al otro día y
recordar, al ver nuevamente a la gente caminar junto a él, que estaba solo en
su mundo de silencio.
Un día caminando el joven
mimo, vio un jardín de rosas y le dio ganas de llorar; la rosas tenían colores
intensos, pero eran rígidas, inexpresivas en su rosal, su única gracia era el
color y el agradable aroma que el mimo percibió de ellas. En un instante
suspiró con el aroma de las flores y una lágrima bajó por su mejilla, y al caer
la gota sobre el pétalo de la rosa que tenía en su mano, la rosa expresó un
gesto enigmático e indescriptible de alegría; nadie que hubiera observado con
detalle al mimo y la flor en su mano lo hubiese notado. El joven mimo si podía
oír en su mundo de silencio la voz de la alegría de la flor. En ese hechizo del
momento mágico del mimo y la rosa en su mano, su tristeza empezó a cambiar, sus
ojos brillaron y su mirada inclinada a la bella flor dibujó por primera vez una
sonrisa en su rostro. Pasó un momento, el mimo soltó la rosa, ella moviéndose
al rosal volvió a su antigua rigidez e inexpresividad, el mimo miró la escena,
bajó su mirada y siguió su camino hasta llegar la oscura noche que siempre se
repetía en su vida.
Al día siguiente
volvió al rosal, se acercó a las flores, suspiró su aroma y las observó tan
quietas como la primera vez, el mimo se volvió a entristecer y una nueva
lágrima volvió a caer sobre el pétalo, y ¡sucedió otra vez! ¡el momento
fantástico nuevamente llegó! pero así mismo volvió otra vez a terminarse ese
instante mágico en la vida del mimo. Esa noche el mimo soñó que era lluvia y
caía en miles de gotas sobre muchos rosales, y las rosas saltaban de alegría al
mojarse sus pétalos, el mimo transformado en lluvia con una sonrisa contestaba
la alegría de las flores. Se despertó el mimo pensando: ¿Cómo puedo derramar mis lágrimas sobre las rosas y estar feliz a
la vez? Volvió al rosal corriendo, y cerrando sus ojos con
intensidad invocó al mago de los sueños para pedirle que lo transforme en
lluvia. En un instante de ilusión su sueño se realizó. Otra vez el mimo
vio a las flores danzar de alegría mientras sus gotas como un rocío espeso
abrazaba a todo el rosal. La alegría se dibujaba en el rostro del mimo,
quien con sus ojos cerrados con mucha fuerza mostraba una felicidad como nunca
al ver todas las rosas jugar saltando de gozo cada vez que las gotas caían
sobre ellas. En ese mismo momento una niña con alegría y curiosidad observa al
mimo en medio de aquel rosal hermoso pero quieto, ella tira de la mano a su
papá y señala con su dedo al mimo, el papá mira al mimo con gracia y se acerca
más para disfrutar del curioso y alegre mimo que hacía gestos y alegraba a su
niña, al momento el mimo percibe que no estaba sólo, abre sus ojos, desaparece
el mago de los sueños que lo había transformado en lluvia, y ya no era el mimo
hecho lluvia, el mimo miró las rosas y estas estaban quietas e inexpresivas,
pero ahora al fin veía una mirada de alegría sobre él y una mano extendida que
lo invitaba a acercarse.
A partir de ese día
el mimo siempre iba al rosal, cerraba sus ojos, llamaba al mago de los sueños,
veía a las flores danzar bajo su lluvia, abría sus ojos y se encontraba con
muchos niños y con mucha gente alegrándose alrededor de él. Se volvió cada día
en un joven mimo con una expresión indescriptible e inimaginable de gracia, una
gracia que alegraba a la gente siempre en su diario caminar por el lugar de
aquel hermoso rosal.
Marzo 2013